lunes, 10 de septiembre de 2012

Instrucciones para morir en invierno (a pesar del calor)

XVII

Hace apenas dos noches, he pactado con el animal que rumiaba los rincones olvidados de mi cuerpo. Conversamos, cosa extraña, como dos humanos sensatos y adultos, enfrascados en compartir unas cuantas palabras y un mismo espacio material. Yo procuro no alterar su necesidad de alimentarse a todas horas de cuadrúpedos menores, sus cacerías nocturnas después de media noche, su manera de agredir y poseerme. Él respeta mi debilidad por el té de Chipre, las películas silentes de Buster Keaton y las tragedias de Shakespeare. Hemos pensado que algo inmortal se trama en este juego ajeno a nuestras voluntades de animal y hombre, pero (sospecho) en la postrera circulación del tiempo, el uno devorará al otro sin penas ni rencores, y quedará reinando en ese lugar tramado a garras y manos, a dos voces distintas, a un mismo lamento.

 

XVIII

Las mañanas de agosto traen un sol nuevo que inunda la biblioteca y los recovecos de la casa, espectros de luces dispuestos a penetrar el silencio de mis libros, y tras ese contacto entre la luz de la vida y la materia de los sueños, un murmullo, un quejido, un gesto. Al entrar en la estancia algo se ha conformado ya con el sonido del aire y las palabras que recién despiertan, más allá del tiempo y las formas primarias de la muerte. Así sorprendo en un descuido a don Alonso Quijano sentado a mi mesa, aconsejando al buen Sancho. Al príncipe danés, improvisando un desconsolado monólogo, exclamando bajito “to be or not to be”. He visto a Horacio Oliveira parado en una esquina de la rue de Saint Germain, y a la Maga tratando de llorar por su Rocamadour muerto. No es todo, pero, ¿de qué vale salir a la calle y pregonar que habitan nuestras horas, y comparten el espacio de la vida al instante de tomar el té, el baño, la sinrazón y la utopía?

 

Obdulio Fenelo

 

(Tomado de Quemar las naves, Ácana, 2003)

 

 

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