martes, 15 de mayo de 2012

Instrucciones para morir en invierno

III

Veo a un hombre rondando bajo el balcón. Me hace bien. No sé si fuma cigarrillos rojos y lanza palabrotas. Lo estoy mirando desde aquí, igual a un dios profano, y es preciso que fume, que caiga la lluvia y lo envuelva, que renazca intenso y bueno y no se nombre. Es necesario saberse de su lado a cualquier precio, retornar a su edad cuando se agacha y canta, amarlo y esconderlo a nuestro antojo.

 

IV

Ayer cuando me disponía a fumar en el balcón el último cigarrillo del día, vi entrar al edificio a una mujer vestida de negro. Dos o tres noches han pasado y la mujer continúa su rutina: se baja del coche (ahora también anuncia un leve gesto que interpreto como un saludo) exquisitamente ataviada, y penetra en la vastedad de puertas y pasillos que componen este pequeño país de piedra donde habito. Puedo armar una historia a partir de esa imagen alucinada: pudiera ser la amante a sueldo del viejo usurero del piso dieciséis, o una vieja rica que viaja desde Europa para calmar su lujuria con el negro zapatero del quinto. Escenas perturbadoras del sueño, formas de engañarme. Viene por mí, bella y sigilosa, la sombra de los dioses, la puta muerte.

 

V

Otras noticias llegan desde la plaza vieja rodeada por las columnas más nobles, igual a una lengua absurda custodiada. La plaza es la frontera entre mi pequeña tierra y el bullicio donde se forja la agonía de la luz y los cuadros difuntos, entre la imagen perturbada del San Jorge de la verja y el héroe erigido con armas y corcel a los pies del parque. La plaza desborda el remanso de sus piedras a finales de abril, y el agua cristalina pasa arrasando los juegos, los acertijos inventados y envejecidos en el patio. Es la fiesta de la lluvia, la canción y el nacimiento con que nos premia Dios, una suerte final para salvarnos.

 

Obdulio Fenelo

 

De Quemar las Naves, Ácana, 2002

 

 

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