miércoles, 21 de marzo de 2012

Pequeñas criaturas

        Irremediablemente soy un animal nocturno. Esto quiere decir que tres de las pasiones que rigen mi vida: leer, escribir, hacer el amor, transcurren en esa zona turbia y misteriosa nombrada: la noche. Como es de suponer, me resulta imposible, aunque lo haya intentado, realizar estos tres actos al unísono, confluencia que sería algo así como el absoluto, por lo tanto a menudo fluyo desconcertado de uno a otro. Hace tres días volvió a repetirse: abandono la computadora, mi mujer se queja, e intento visitar por primera vez los cuentos de la lectura de turno: Pequeñas criaturas, de Rubem Fonseca (Minas Gerais, Brasil, 1925), Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana 2003.
       Un amigo me lo recomendó y, como sucede en tales casos (pese a conocer al autor), avanzó cauteloso. Al tocar a la puerta de estas páginas me recibe un viejo inválido y desdentado, que se debate entre comprar una silla de ruedas o una plancha para sus dientes, arisco ante la orientación sexual de su hija. Doy otro paso, y otro, y me descubro dentro de un almacén de almas contrariadas, disueltas por los rincones, carrusel de sueños y esperanzas a medias. Tropiezo con un psicópata, asesino de millonarios, con un actor famoso adicto a los prostíbulos, con un hombre subyugado por los caprichos de su mujer...  No estoy en presencia de “grandes historias”, más bien del sutil muestreo de lo que a veces no se ve, de ese demonio que llevamos dentro y nos recuerda a ratos que el libre albedrío le pertenece. Son treinta narraciones muy breves, armadas con tentadora fluidez, tenues en el contar, como fotografías de transeúntes en cuyas expresiones encontramos el tormento de la existencia. El autor prefiere no inmiscuirse demasiado y nos da la posibilidad de completar cada suceso. El lenguaje (si nos atenemos a la traducción y a las similitudes entre el español y portugués) cede el protagónico, es “sacrificado” en aras de componer atmósferas, a toda luces, verídicas, descarnadas, casi siempre en boca de los propios personajes: hombres y mujeres que padecen lo mismo que cualquier ser humano en las sociedades actuales: miedo, soledad, intolerancia. Anduve bastante tiempo desandando estas “crónicas interiores”, y al final acudieron a despedirme una bailarina de zamba que corta la cara de su rival, una monárquica delirante, y un frustrado aprendiz de escritor, quien me mira y dice de mala gana: “Escribir es comenzar”. Quedo confundido, no sé si el libro es bueno o malo, o simplemente es. Un par de ideas estimulan mi imaginación, debo encender la máquina y encerrarlas de inmediato. Pero mi mujer, desnuda, me solicita desde la cama. Pienso, con nostalgia, en el absoluto, y me disuelvo en la paz de su cuerpo.       

Obdulio Fenelo

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