sábado, 3 de marzo de 2012

Fenelo quemó sus naves

Quemar las naves

Tendré que aprender a convivir con un puerto en las entrañas. Allí, pegadas a las márgenes del hígado se amontonan las naves, y alguna que otra intenta la huida y encaja su proa en las paredes de mi estómago. A veces sangro, pero logro impedir a tiempo la hemorragia. Las escucho danzar entre las olas, reclamar su independencia. En las noches, cuando reposan, voy hasta la orilla del río que atraviesa la ciudad y dejo escapar un velero del siglo XVIII o un vapor de 1907. Al amanecer, todos corren a observar las misteriosas reliquias que navegan solitarias. Ignoran que me habitan, que soy el oculto proveedor de esos fantasmas.

Ayer no pude aguantarme, y un inmenso acorazado brotó delante de los ojos de mi vecina. Temo ser descubierto. La señora no podrá soportar tanta emoción y lo contará a sus amigas. De inmediato llegará a oídos de la policía y el gobierno. Querrán usarme con fines guerreristas teniendo en cuenta el ahorro de presupuesto, o quizá decidan extirparlo por temor a una epidemia. Dirán que no es bueno llevar tanta libertad dentro, qué sería del país si a todo el mundo le naciera un puerto íntimo...Ya lo he decidido, las dejaré libres, e iré quedando fragmentado en cada una de las naves. Cuando vengan por mí, sólo hallarán estos islotes sangrantes de mi hígado y un trágico naufragio.

 

El Monje

De un lado a otro, en medio de la soledad de su celda, los ojos del monje Louis buscan alguna imagen que les devuelva un poco de paz. Porque el octogenario Louis ya no alcanza a ver el Cristo desangrado que cuelga sobre su cabeza, y la ausencia del Señor en los días postreros le recuerda el final de su misión en este mundo. Durante toda la vida, nada como ese nuevo destino lo atormentó más, y aunque siempre rogó por la resurrección de la carne y la eternidad del alma, a estas alturas está convencido de que la muerte no proviene del Dios Padre, sino del maligno corruptor de lo justo. “Páter Noster”, exclama el Monje, y sus palabras rebotan en los rincones y se pierden en un eco. “Aún no estoy muerto”, piensa el anciano, y como no puede moverse, deja caer los ojos y comprueba la permanencia en su cuerpo: “Es un cuerpo viejo, mas aquí he vivido todos mis años”. El hermano Tartanio se anuncia y entra a la celda. Una luz azulosa invade la habitación y Louis agradece el color celestial a hora de la medicina. Pero Tartanio no toma el frasco que está sobre el escritorio ni reza la plegaria a los enfermos. Se arrima lentamente al lecho, se persigna, y sale deprisa. “Tartanio, Tartanio”, reclama Louis sin escuchar su voz, y busca desesperado cada parte del cuerpo, y solo quedan sus últimas palabras, como acabadas de nacer, flotando en el aire.

 

Nota: Estos dos textos pertenecen al libro de cuentos Quemar las naves, Editorial Ácana, 2002

 

 

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