sábado, 14 de enero de 2012

Karol Wojtyla

El año de 1998 fue un buen año para mí. Pasaron dos cosas importantes en mi pequeño universo de entonces: pude graduarme de una carrera universitaria, que a pesar de haber iniciado a disgusto terminó seduciéndome, y comencé a ser hechizado irreversiblemente por la joven que me acompaña esta noche. A pesar de la patente contundencia de estas razones, el año de 1998 no es para mí una fecha estrictamente personal. Relaciono la cifra con un suceso histórico, con unos días que sacudieron, estremecieron, conmovieron a Cuba, y la marcaron inefablemente con una herida que no consigue sanar. Alguien, asistido por la sabiduría de la violencia, argumentó luego pública pero reducidamente la necesidad de restañar esa amorosa filigrana, la urgencia de extirparla como a un tumor maligno; mas hay pasos en los que se completa el círculo ideal y hay estadios que una vez conseguidos no son descifrables ni mensurables.

Entre el 21 y el 25 de enero de 1998, Su Santidad Juan Pablo II, visitó a Cuba. Un anciano, con una salud visiblemente deteriorada, hijo de un pueblo extraño —privado de lenguaje, al menos eso aprendimos con los animados de Bolek y Lolek—, ciudadano de un pequeño y misterioso estado; venía a esta tierra pródiga del Caribe, la más fermosa que ojos humanos vieron, la invicta, la sin igual, a presentarnos otras razones que no poseíamos o habíamos olvidado. Un anciano venía inexplicablemente con la intención de “confirmarnos en la fe, como mensajero de la verdad y la esperanza”, y la sabiduría popular reaccionó inmediatamente con el chiste: “tan viejito y mensajero de dos bodegas”. Ah, Mañach, el choteo dirías tú. El humor que nos salva, pero que también nos condena. No obstante, el que parecía adusto viejecillo hizo gala de su buen humor, y nos dijo, como quien no quiere las cosas, las realidades que nos salvan, y también las que nos castigan. Aquel venido de tan lejos, tan ajeno, parecía conocer la íntima naturaleza nacional, parecía palpar la diferencia que somos desde la voz de los padres fundadores; y, sobre todo, se encargó de recordarnos la naturaleza que sí compartimos con todo semejante: nuestra religación a la verdad que va más allá de todas las verdades.

Juan Pablo II devolvió a Cuba lo sagrado; consiguió la sacralidad perdida, y esto, asumo, puede parecer un disparate. Pero yo, humildemente, lo afirmo: “Feliz la culpa que mereció tal redentor”, como reza el pregón pascual.

Y aunque parezca paradójico solo después de conocer a Juan Pablo II y su inquietante mensaje, pude encontrarme con Karol Wojtyla, un poeta polaco de nombre sonoro. Un vate camagüeyano tuvo la gentileza de presentármelo, y entonces el conocimiento fue completo. El poeta concede verdades que solo en la poesía pueden ser reveladas; el pensamiento poético va más allá que el pensamiento filosófico o el teológico; va más allá de sus propios límites, pues su formulación es de hecho esencialmente misteriosa.

Leer aquella edición de sus poesías, escritas durante casi toda la vida, a pesar de ser traiciones amorosas de seis poetas españoles, completó para mí la sonoridad del ser inmenso que busca al Ser en infinito. Puesto a escoger, puedo decir que el asombro y la búsqueda quizás sean sus caminos a la eternidad; a esa eternidad que no es el reino que buscó incesantemente, sino la eternidad que podamos concederle los mortales lectores que vendremos.

Luego… la visión de una tarde completa el recuerdo de la revelación, la más lírica que recuerdo con la luz que inundaba unos deteriorados vitrales, en el húmedo coro de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde tres amigos, en aquel minuto, leíamos una dramática unión de versos del polaco para recibir a otro poeta también único. Desde entonces, Karol Wojtyla es mi amigo; y aunque me cautivó el hombre religioso, no pude evitar preferir al hombre lírico. Karol Wojtyla me acompaña siempre, me hace de cirineo con las cruces de la revelación y la angustia de la duda metódica. Karol Wojtyla adorna mi barroco y heterodoxo altar personal de la poesía. Allí convive con una larga lista de otros bardos, donde, sin duda alguna, resalta por su postura exótica, su andar contracorriente y esa lengua difícil en la que nunca podré completarlo. Pero Karol Wojtyla habla todas las lenguas, como todo poeta verdadero —que no le va en ello mérito mayor que a cualquiera de los más pequeños— posee una lengua que simplifica todos los lenguajes y argumentos.

Y a nosotros, pequeños mortales, lejos incluso de la poesía, también nos pertenece, pero pasa que nos resistimos a la posesión; en eso Karol Wojtyla nos lleva la ventaja, y está allí sentado, como todos los grandes, esperando, pacientemente, por nosotros:

El Amor me lo ha aclarado todo,

el Amor me lo ha solucionado todo,

por eso glorifico el Amor

en cualquier lugar en que se manifieste.

 

Osvaldo Gallardo González

 

 

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