viernes, 20 de enero de 2012

Desde la cierta paz que nos separa (1)

El Joaquín moribundo reaparecía en un mal momento. Conservaba el don de la tragedia, la auténtica capacidad de complicar la vida y, para colmo, el negocio cuesta abajo durante los últimos meses. Todo buen negociante debía exhibir buen olfato, intuir el triunfo o la mierda. Él creía tenerlo, pero casi un año de espera sonaba demasiado a fracaso. No llegaron los clientes de la capital, el comprador adecuado, dispuesto a pagar una reliquia de valor inestimable. Pensó en Fredo. Era probable que estuviera bebiendo en el Bar Centro, rodeado de putas, prepotente y engreído. Tendría que aceptar su oferta, oírlo celebrar la victoria, rebajarse, ceder contra su voluntad a una estafa tonta.

Tomó la vía más rápida y, en minutos, parqueó aparatoso frente al bar. Los curiosos giraron las cabezas. El Chevrolet constituía un escándalo, un desafío a la mano devastadora del tiempo. Se bajó derrotado. La poca luz y el humo nicotínico tornaban turbia la atmósfera. Descubrió a Fredo en una esquina, cercado por dos mujeres.

—Acepto los cien mil —dijo con una desazón tosca.

—¡Ja, ja!, lo esperaba, lo esperaba, no podías negarte. Siéntate, sírvete un trago.

Le brillaban las pupilas. Paró a una chica y le cedió la silla. Quedó otra no tan joven, de ojeada lenta y esquiva.

—Te presento a la Cangura, algo así como el buen vino, mientras más vieja, más puta, más sabrosa.

La mujer bebió un trago largo, fue odiándolo con la mirada y quiso pararse. Fredo la retuvo.

—¿Así que es una joya el Chevrolet?

— No creo que exista otro igual en el país.

—Eso es chatarra vieja —se atrevió la mujer.

—¡Cállate!, no te metas, cojones —gritó Fredo—. Sabes que las mujeres metidas en cosas de hombres me alteran. Sigue, cuéntame más.

—Ya lo has visto, está como acabado de fabricar. Lo tenía una viuda conservado en un garaje. Pasado mañana, a las cinco, en la carretera del desvío, cerramos el trato. Allí podrás probarlo, pero necesito un adelanto.

—¿Cuánto?

—Dinero no, quiero una puta, de experiencia, que tenga las tetas grandes, para un acto de caridad con un amigo que desea darse el gusto antes de morir.

—¿Cuándo?

—Mañana, si es posible, el tipo ve fantasmas, cree que la muerte lo está velando.

Fredó miró a la Cangura. Ésta negó con la cabeza. Le acarició las tetas y las propuso.

—¿Te gustan estas?

—No están mal, si es delicada. El amigo está viejo y muy enfermo, nada contagioso, problemas en los riñones, espera un trasplante. Habrá que tenerle paciencia, no violentar el ritmo. Que la cosa empiece pausada, como un juego, y sea él quien marque el paso.

—No te preocupes. Le parecerá que tiene un ángel encima.

 

Llegó a la casa aturdido. Le dolía la cabeza. La foto de la difunta le envió flechazos de culpa. No estaba seguro de sus pasos recientes, Joaquín no merecía tantas atenciones, sin embargo sintió una incómoda satisfacción. Entró al cuarto y le habló al hombre con cara de muerto.

—Tienes suerte, las cosas salieron bien. Mañana, en la noche, tendrás tu deseo.

—¿Cómo es?

—Como la querías, trigueña, medio tiempo, con dos tetas que parecen montañas.

—Quiero afeitarme y cortarme un poco el pelo, estar lo mejor posible... Puede asustarse.

—Te ves recuperado —le mintió y cambió rápido la vista.

—Gracias…

—Ahórrate eso, Joaquín, ya te dije, no lo hago porque seas mi... No siento nada especial, lo pediste de a hombre y te complací como hombre. Descansa, te harán falta las fuerzas.

Se estaba muriendo el viejo Joaquín, lo habían recogido tirado en la calle. La enfermera que trajo la noticia quedó sorprendida ante su parsimonia y la indiferencia de los gestos.

—Se está muriendo, ¿sabe?

¿Valdría la pena saber? Joaquín era solo un nombre, una foto suspendida en la pared u oculta en alguna gaveta, una imagen construida a intervalos largos, como por descuidos del rencor.

—Bueno, si pretende verlo vivo tendrá que apurarse.

No pensó verlo, ni vivo ni muerto. Demasiadas veces había intentado sacarlo de la mierda, darle la mano, y siempre mordía, la cagaba, y a morirse de ron con su ejército de alcohólicos vagabundos, cuya única razón de vivir era llevarse un trago a la boca.

Dio interminables vueltas en la cama y poco después de las doce estuvo camino al hospital. No lo impulsaba un sentimiento claro, sino una confusión interior, ¿miedo?, ¿piedad?, quizás lástima o remordimiento.

 

Lo encontró despierto. La manguera le nacía del vientre y terminaba en una bolsa de orine. Olía a ácido.

—Sabía que vendrías, un padre es un pa...

—No hables mierda. No puedo quedarme, mañana temprano tengo cosas que resolver.

—¿Sería pedirte demasiado que me saques de aquí? No me gustan los hospitales, asusta despedirse de la

vida en un sitio tan horrible.

Trató de cogerle la mano. Paco la apartó discreto, casi inconsciente, con un ademán defensivo.

—Paquito...

—No me llames Paquito, no tienes ese derecho ni aunque te estés muriendo.

El viejo achicó los ojos y recogió la mano. El resentimiento iba disminuyendo, desaparecía la soberbia.

—Trataré de venir otro día, debo irme.

«No duerme y llora en silencio», le comentó la enfermera. Supo que necesitaba un riñón nuevo, esperaban un donante. Salió envuelto en un huracán de sensaciones. Se podía morir el viejo y no alcanzaría el tiempo para perdonar. Lo removió la escena. Necesitaría alimentarse bien, un acompañante las veinticuatro horas. Podría aparecer el riñón salvador y alargarle la vida, aunque no sirviera de nada y, una vez recuperado, se largara a ahogarse de ron, pero quizás fuera preferible tener un borracho vivo y no un sobrio muerto. Lástima que el negocio pintara tan feo. Había metido hasta el último centavo en ese Chevrolet de lujo, pensando sacarle una fortuna. Llevaba años buscando y, por primera vez, se hacía el milagro. Una joya así, como acabada de hacer, con todo el mecanismo virgen a cuarenta y siete años de fabricada, no se descubría todos los días. Y ahora la suerte resistiéndosele.

Le dio por soñarlo de mil maneras: mendigo, héroe y hasta santo. ¿A qué venían tantas pesadillas con el viejo? ¿Acaso una señal o revelación? Los sueños eran sombras misteriosas, nadie podía administrarlos, escapar de ellos, por muy diabólicos y molestos que acudieran. Regresaba el padre a los enredos del sueño. No le bastaba haberle jodido la vida a la difunta ni la suya propia, porque nunca quiso saber de la familia; y la difunta, presta siempre a perdonar sus borracheras y maltratos sin reproches, obligándolo a él también a ejercer el perdón divino.

 

A la tarde siguiente, estaba de vuelta en el hospital. El médico que lo encontró junto a la cama pidió hablarle afuera.

—¿Usted es el hijo, no?

No contestó y el galeno aceptó su silencio como una confirmación.

—Tenemos un posible donante. Menos la madre, el resto de la familia está de acuerdo. No admite que toquen al muchacho, es una reacción normal, para ella sigue vivo aunque sea artificialmente. Es mejor no decirle nada al enfermo hasta que no esté confirmado, puede afectarle una falsa alarma. Espere aquí, esto es confidencial. Volveremos a intentarlo. La decisión definitiva duró horas. A Paco le costó mantenerse quieto en un mismo lugar. Se asomaba a la sala, miraba de reojo la silueta de Joaquín desecha en la cama, y no dejó de preguntarse qué sentido tenía su presencia, la espera agobiante, aquel enfermo casi desconocido, la presunta donación. El doctor reapareció desde el laberinto de pasillos y puertas.

—Lo siento, los familiares determinaron no tocar el cuerpo, la madre cayó en crisis. Solo queda esperar una nueva posibilidad.

—¿Puedo llevármelo? No quiere morirse aquí.

—Tendrá que traerlo cada dos días para el tratamiento, es la única salida a falta de órganos sanos. Si aparecen, le avisamos enseguida.

 

Metió a Joaquín en el carro y se lo llevó a casa. No lo miró, prefirió esconder las palabras y los ojos durante el trayecto. Nelson Net, el enano romántico, ronroneaba Quién eres tú. Una mariposa cayó del techo, encima de las sábanas. El viejo lanzó un lamento y abrió más  lo párpados. Combatía contra el sueño como si fuera en realidad un cómplice de la muerte.

—Es una música bonita, pero suena muy triste —balbuceó.

—Ya me aburre.

—Quiero agradecerte...

—No debes agradecerme nada, agradécele a Dios la misericordia, lo hago como un favor a un humano cualquiera en desgracia.

—Me conformo, sé que no tengo derecho a pedir. Mi vida ha sido un desastre.

—A mí no tienes que darme cuentas, no te reclamo tu pasado, solo digo lo que siento, no te hagas ilusiones.

—No me hago ilusiones...

No le tenía amor, a lo mejor lástima, pena. Los años lo derrotaban y el viejo seguía luchando, intentando sacar un chorro de orine.

—¿De dónde viene la música?

—Del cabaret de enfrente, la ponen todas las noches en el cierre.

—Es un enano demasiado melancólico. No conocí a ninguno tan amargado.

Hablaba dormido y despierto, como si soltar las palabras le diera confianza, la certeza de seguir en el mundo. Rememoraba pasajes de su vida, confiriéndoles una relevancia falsa. Paco lo observaba a intervalos cortos. Tenía miedo de que se muriera y le dejara la mirada clavada. Era imposible librarse de la mirada de los muertos. Entonces le hablaba cosas sin sentido, solo quería distraerlo, comprobar si seguía vivo. A veces no hacía falta, el enfermo se la pasaba contando historias y se iba adjudicando personajes.

—En mi tiempo era el mejor luchador de peso mediano de esta ciudad. Reiné cinco años. Luego apareció la Serpiente, un negro como un rascacielos. Dimos la pelea del siglo, en el antiguo Club Náutico. El billete corría. Gané los dos primeros asaltos, mientras me estuve moviendo. Entraba y salía como un bólido. A partir del tercero, perdí velocidad. Me trabó dos veces y casi me mata. No pude salir al cuarto, tenía las costillas

destrozadas. Me retiró el muy cabrón. Daba pena su figura encogida en la cama, demasiado distante de la foto colgada en la pared, en la que parecía un galán de películas mexicanas. La mano recostada en el hombro de la mujer que reía artificial. «Nunca la quiso y ella supo llevar su desprecio», pensó Paco mientras lo escuchaba.

—Tu madre no podía odiar, no conocía ese sentimiento.

—No quiero oírte hablar de ella.

—Jamás me atrevería a...

—No me importa, no vuelvas a mencionarla. Descansa. En cuanto resuelva un negocio buscaré a alguien que te cuide. No puedo quedarme todo el día en la casa.

—No molestaré por mucho tiempo.

—Estáte tranquilo, resolverás apenas aparezca ese riñón.

—Y uno que piensa que nunca le va a llegar y deja pasar oportunidades.

—Tú has vivido a tu manera, no tendrás mucho que lamentar.

—Siempre quedan cosas, deseos que la inexperiencia o el ron mutilaron.

—Bueno, aún estás vivo y vas a salir de esta.

—Estoy guerreando en la frontera, mitad vivo, mitad muerto, y la mitad viva me está pidiendo un antojo. ¿No dicen que los condenados a la pelona tienen derecho a un pedido final?

—No te vas a morir. De todas formas, habla; luego, veremos.

—Es algo de hombres y sé que lo puedes entender como hombre. Si pudieras apagar la luz, sin verte la cara me será más fácil. Así está mejor. Decía que he extrañado muchas cosas durante este tiempo. La gente se aparta de los borrachos hediondos como si fueran una epidemia. Quisiera irme satisfecho, sentirme hombre, ¿comprendes?

— No, no comprendo.

—Tener a una mujer, Paquito, por lo menos tocar su cuerpo. No tiene que ser joven, solo que esté buena y sea trigueña, de tetas grandes, siempre me enloquecieron las trigueñas tetas de vaca. No sé si pido mucho, si cuesta muy caro, en mi época se encontraban putas baratísimas, de a quilos y pesetas. Es un antojo descarado, lo sé, a mi edad y en estas condiciones... a mi propio hijo.

—No me llames Paquito y hace mucho dejé de ser tu hijo, Joaquín. En cuanto a lo otro, no tengo un centavo, pero esta semana debo concretar un negocio. No me importa regalarte tu antojo, solo que te puedes morir.

—Qué más da, me iría feliz.

—Haré lo posible, la calle no está ni regular. Ahora cierra los ojos y no pienses tanto, o te enfermarás también del cerebro.

 

La Cangura llegó de rojo. Rojo el vestido, corto, bien ajustado, el escote rozándole los pezones. Rojos los labios, las uñas, los zapatos, la cartera. Paco la invitó a sentarse. Lo sorprendió la esbeltez, la piel cuidada, parecía una niña adulta. La mujer sacó un cigarrillo y se puso a fumar.

—¿Un trago?

—No, mientras más rápido salgamos de esto, mejor.

—Tendrá que tener calma, dejarse llevar, él le dirá hasta dónde, no debe humillarlo. Creí que eso había quedado claro.

—Quedó claro, solo que no estoy acostumbrada a estos trabajos sucios. Vine porque Fredo me rogó, como un favor, ¿entiendes?

—No es un trabajo sucio y no le pedí un favor, sino un adelanto. Estoy pagando el servicio.

—Si fuera por mí, no haría esto ni aunque me paguen en oro. Pero, en fin, olvidémoslo, ¿cuándo puedo entrar?

—Voy a avisarle. Será mejor que apague el cigarro.

Exprimió el cigarro contra el cenicero. Del bolso sacó un vanity. Dio varios retoques en su cara. Se contempló las cejas, exhibió los dientes, los pechos avanzados.

—Espera, tienes razón, me hará bien un trago. No quiero pensar ni mirar mucho.

—¿Havana Club?

—Da igual, si tiene hielo.

Regresó con dos vasos cargados de ron y hielo. Antes de sentarse le recorrió el escote. El sostén le controlaba los senos, daban la ilusión de menos grandeza. Ella sintió la mirada irritarle la piel y, al extenderle el vaso, le acarició levemente los dedos.

—Voy a avisarle.

Estaba rasurado, pelado y, excepto los ojos, el Joaquín restante parecía otro hombre. Paco se acercó y lo miró con lástima. «Otra vez queriendo salvarse y los ojos cargados de muerte». Lo curioso era que empezaba a acostumbrarse. Oírlo hablar, delirar, soñar llenaba cierto vacío, alguna añoranza. Aunque no lo quisiese lo suficiente, si llegaba a suceder, iba a dolerle la ausencia, el silencio del cuarto.

—Te ves muy bien.

—¿Ya llegó?

— Espera en la sala, se está tomando un trago.

—Si tuviera un trago también yo me sentiría mejor.

—Ni lo pienses, si tomas te mueres.

—¿Cómo es?

—La misma de la que te hablé, la teta de vaca. Lleva un vestido rojo, muy escotado.

—Estoy nervioso.

—¿Estas seguro de que quieres?

—Quiero, pero me tiemblan las piernas, parezco un adolescente.

—Relájate, nada más déjate llevar, estas putas saben tratar a un hombre.

—A un hombre, no a un cadáver.

—No empieces, voy a pasarla.

—Apaga la luz, me molesta, la lámpara basta.

Había terminado el trago. Ahora se miraba otra vez en el espejo, inspeccionándose los detalles de la cara, ajustándose los pechos. Paco no pudo contener la excitación violenta, que desapareció cuando la Cangura pidió más bebida.

—Necesito relajarme. Trajo la botella a medias, junto a una vasija llena de trozos de hielo. Las dejó sobre la mesa y, haciendo un gesto, la invitó a servirse.

—Trate de no demorar mucho, puede impacientarse.

—Apenas termine este, entraré.

—Mantenga la media luz, lo ayudará.

La Cangura tragó dos sorbos antes de desaparecer  tras la puerta del cuarto. Paco miró la foto de la difunta. «Es un muerto, Mamá, que quiere su último deseo. Tú me enseñaste a perdonar, a tenerle lástima». No imaginaba a Joaquín desnudo frente a tanta mujer. Seguro le iría fatal, a cualquier hombre podría pasarle con esa clase de hembras, preparadas para desarmarte en instantes y hacerte sentir una mierda. Transcurrió media hora. Bajó el resto de la botella. No podía estar tranquilo mientras tomaba. Pegó el oído a la puerta. Nada escuchó. Minutos después, se abría lentamente. La Cangura emergió idéntica.

—¿Qué sucedió?, ¿cómo está?

—No pudo, apenas comenzó a tocarme rompió a llorar como un bebito. ¿Es tu padre?

—No... es un amigo.

—Me sirves otro trago.

—Lo siento, ya no queda, me la bebí casi sin notarlo. La Cangura teatralizó un suspiro y, luego de descruzar las piernas, las dejó levemente abiertas. El blúmer rojo destelló allá en el fondo. Se ofrecía. Paco tuvo que disimular la erección. Lamentó no estar solo. Caminó hasta el cuarto de Joaquín y, contra sus propias palabras, le habló a la mujer.

—Ahora debo atenderlo.

La sonrisa de la Cangura lo hizo sentir ridículo, como un niño inexperto que huye aturdido del primer encuentro sexual. Ella se retocó el maquillaje por tercera ocasión. Mantenía las piernas ondulantes, la sonrisa a medias, los ojos buscando en los suyos. Metió la mano en la cartera y le extendió una tarjetica.

—Por si alguna vez tienes ganas de pasarla bien a un buen precio.

Paco la vio perderse a través de la oscuridad, con un vaivén extravagante. Quedó pensativo, ¿qué parte de la mujer, demasiado mayor para su gusto, le provocaba esas erecciones juveniles? No pudo descifrarlo. Tocó a la puerta de Joaquín, esperó y abrió cauteloso. El viejo estaba tapado de cuerpo entero. Tuvo que acercarse para comprobar la respiración trabajosa, el subir y bajar de las sábanas. No dormía, simulaba dormir, entonces supuso que no tendría ganas de hablar.

Obdulio Fenelo Noda

 

 

 

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